NO SIEMPRE SE ORGANIZAN
LAS PALABRAS (aunque las ideas sean muchas)
Y las palabras con sus
múltiples significados cambian de renglón o se trastocan o desaparecen, se
protegen entre comas, frenan ante un punto y coma o no saben encontrar su punto
final. A veces son demasiadas para expresar poco o pocas para expresar
demasiado. Otras veces se adelantan a las ideas sin lograr definirlas, o no
llegan a tiempo mientras las ideas vagan hasta hacerse confusas, para terminar
desvaneciéndose vencidas por el olvido.
De manera, que se puede
tener cierta facilidad para escribir sobre diversas ideas, disponer de una
adecuada cantidad de palabras y manejar con cierta soltura los signos de
puntuación sin que, a pesar de estos beneficios, se organicen las palabras.
Por ejemplo, durante los
últimos dos meses he querido escribir sobre “el rencor”, sobre “los miedos”,
sobre “lo divertido”, sobre la “indiferencia”, y sobre muchos otros temas que
no llegaron a transformarse ni al menos en un párrafo coherente.
“Los acompañantes”
esperaban turno de salida desde bastante antes; “Presencias del espíritu” lo
rehíce varias veces desde Navidad hasta finales de enero, y este encabezamiento
que estás leyendo ha surgido ahora mismo a modo de justificación por mi largo
silencio.
¡Y basta ya! Volvamos al
diálogo ahora que he convencido a las palabras.
LOS ACOMPAÑANTES
Están en todas partes, se
expresan en todos los idiomas y dialectos, practican todas las religiones y
ninguna. Suelen ser discretos y se esfuerzan por mantener la serenidad y la
esperanza.
Los he visto de diferentes
edades, dándose con generosidad. Como si dar fuese un sentimiento natural que
fluye.
Los acompañantes son,
indistintamente, hombres y mujeres sensibles. Aunque aún persiste la sensación
de que ellas, las acompañantes, son más numerosas. Tal vez porque las han
educado, durante siglos, para acunar y proteger, para sacrificarse por, para
entregarse a, para aceptar que. Prefiero pensar que ya no actúan por imposición
social, que deciden libremente. Ellos, los acompañantes, seguramente han dejado
de plantearse qué rol les corresponde en relación a su masculinidad. Y son más
libres, más naturales, más fieles a sus sentimientos.
Los acompañantes
sostienen, protegen, animan, escuchan, saben callar, crean expectativas de luz.
Pero no quiero
idealizarlos porque también existen acompañantes con cara de “hoy me ha tocado,
pero otra vez no me pillan” o “cuándo se acabará este rollo”. Estos, como es
natural, denotan impaciencia, tratan de disimular un malhumor evidente,
consultan la hora con insistencia o se conectan para no escuchar ni ver el
entorno donde no quisieran estar. Al fin, sus comportamientos son propios de
quienes se esfuerzan sin voluntad, sin amor. Normal.
Los acompañantes deciden
serlo aunque, en realidad, las circunstancias casi siempre imprevistas suelan
determinar e imponer la necesidad de las salas de espera, las decisiones
complejas, los consultorios, las incertidumbres, las largas convalecencias que
nadie elige, los finales.
Los enfermos, los que
están solos, los que necesitan, son protagonistas, aun en contra de sus deseos.
Los acompañantes se
diluyen en un segundo plano, y desde allí vigilan, acuerdan, matizan, promueven
sonrisas imprescindibles para la supervivencia. Son manos y pasos, miradas y
palabras, caminos y memorias. Estimulan la vida.
PRESENCIAS DEL ESPÍRITU (A
propósito de cualquier Navidad)
Hay cada vez más Navidades
vacías, sin sentido, consagradas al estómago y lo material. Olvidables.
Hay demasiadas Navidades
forzadas, sin alma, impuestas por la tradición de gastadas rutinas.
Y hay Navidades cobardes y
también hipócritas. Navidades de apariencia.
También hay Navidades con
espíritu. Navidades que huelen y resuenan a infancia, a ingenua credulidad, a
reflejos de fiesta, a interior protector.
En Brasilia, con “El
Mesías” de Haendel y un ángel poderoso flotando contra un cielo de cristal, se
manifiesta el espíritu. En Bogotá, compartiendo la austera mesa familiar del
poeta Rogelio Echavarría que lee pasajes de un texto sagrado, se manifiesta el
espíritu. En España o en cualquier parte donde alguien te ofrece un sencillo
regalo creado con la imaginación del sentimiento, se manifiesta el espíritu.
Cuando Rubén modela con
exquisita delicadeza su árbol intemporal, se manifiesta el espíritu.
El ángel poderoso de
origen desconocido, que siempre flota contra un cielo de cristal y no representa
a ningún dios en particular, es el espíritu que nos bendice emanando paz y
serenidad mediante la música de Haendel, las palabras, las formas o los
colores.
Nos bendice sin hacernos
sentir culpables, sin dogmas ni morales, dispuesto a comprender nuestra eterna
incertidumbre. Nuestra inmensa soledad.
LA SOLIDARIDAD DE “LAS
PATRONAS”
Hoy he elegido para
destacar a “Las Patronas”, un grupo de humildes mujeres, pertenecientes a tres
generaciones de una misma familia, que habitan en el pequeño pueblo de La
Patrona, en el estado mexicano de Veracruz. Por allí cruza, desde Centroamérica
con rumbo a Estados Unidos, el tren de mercancías conocido como “La Bestia” en
el que viajan, como polizones, numerosos emigrantes que huyen de la miseria en
busca de mejores oportunidades para ellos y sus familias.
Hace ya 22 años que “Las Patronas” decidieron ayudar a esos forzados viajeros que les pedían agua y alimentos desde el tren en movimiento. Se organizaron, y desde entonces, todos los días, preparan alrededor de 300 comidas para ellos, para ayudarlos a sobrevivir en su arriesgado, y muchas veces inútil, esfuerzo por conseguir un lugar en el mundo. Además, les facilitan ayuda sanitaria e, incluso, asesoramiento legal. Tanto esfuerzo y generosidad han sido justamente reconocidos, en 2013, con el Premio Nacional de Derechos Humanos de México.
Documental "El paso de La Bestia" emitido en el programa En Portada de RTVE (Radio Televisión Española).
"El paso de La Bestia" - primera parte.
"El paso de La Bestia" - segunda parte.
"El paso de La Bestia" - tercera parte.
“Las Patronas”: un grupo de mujeres que al igual que el Padre Alejandro Solalinde, al que destaqué en una nota anterior (ver “Aprendizaje para dialogar”), están comprometidos con el cambio que todos necesitamos para crear un mundo mejor.
Clarise Lispector
Los cuentos de hoy
continúan siendo de Clarice Lispector (Ucrania, 1920 – Brasil, 1977).
LAS AGUAS DEL MAR
Ahí está él, el mar, la
más ininteligible de las existencias no humanas. Y aquí está la mujer, de pie
en la playa, el más ininteligible de los seres vivos. Como el ser humano hizo
un día una pregunta sobre sí mismo, volviéndose el más ininteligible de los
seres vivos.
Ella y el mar.
Sólo podría haber un
encuentro de sus misterios si uno se entregara al otro: la entrega de dos
mundos incognoscibles hecha con la confianza con que se entregan dos comprensiones.
Ella mira el mar, es lo
que puede hacer. Y su mirada está limitada por la línea del horizonte, es
decir, por su incapacidad humana de ver la curvatura de la Tierra.
Son las seis de la mañana.
Sólo un perro suelto vaga por la playa, un perro negro.
¿Por qué un perro resulta
tan libre? Porque él es el misterio vivo que no se indaga. La mujer vacila
porque va a entrar.
Su cuerpo se consuela con
su propia exigüidad en relación con la vastedad del mar porque es la exigüidad
del cuerpo lo que le permite mantenerse caliente y es esa exigüidad que la
vuelve pobre y libre, con su parte de libertad de perro en las arenas. Ese
cuerpo entrará en el ilimitado frío que sin rabia ruge en el silencio de las
seis. La mujer no lo sabe, pero está realizando una hazaña. Con la playa vacía
a esa hora de la mañana, ella no tiene el ejemplo de otros seres humanos que
transforman la entrada en el mar en simple juego liviano de vivir. Ella está
sola. El mar salado no está solo porque es salado y grande, y eso es una
realización. A esa hora ella se conoce menos todavía de lo que conoce el mar.
Su hazaña es, sin conocerse, entretanto, proseguir. Es fatal no conocerse, y no
conocerse exige valor.
Va entrando. El agua
salada está tan fría que le eriza en ritual las piernas. Pero una alegría fatal
—y la alegría es una fatalidad— ya la posee, aunque todavía no se le ocurra
sonreír. Por el contrario, está muy seria. El olor es de una marejada
atontadora que la despierta de sus más adormecidos sueños seculares. Y ahora
ella está alerta, aun sin pensar. La mujer es ahora compacta y leve y aguda; se
abre camino en la gelidez que, líquida, se opone a ella, mientras la deja
entrar, como en el amor, en que la oposición puede ser una petición.
El camino lento aumenta su
valor secreto. Y de repente ella se deja cubrir por la primera ola. La sal, el
yodo, todo líquido, la dejan por un instante ciega, escurriéndose (espantada,
de pie, fertilizada).
Ahora el frío se convierte
en hielo. Avanzando, ella abre el mar por el medio. Ya no precisa valor, ahora
ya es antigua en el ritual. Baja la cabeza dentro del brillo del mar, y retira
una cabellera que sale escurriéndose sobre los ojos salados que arden. Brinca
con la mano en el agua, pausada, los cabellos al sol, casi inmediatamente
endurecidos por la sal.
Con la concha de las manos
hace lo que siempre hace en el mar, y con la altivez de los que nunca dan
explicaciones ni a ellos mismos: con la concha de las manos llenas de agua,
bebe en grandes sorbos, buenos.
Era eso lo que le faltaba:
el mar por dentro como el líquido espeso de un hombre.
Ahora ella está toda igual
a sí misma. La garganta alimentada se contrae por la sal, los ojos enrojecen
por el sol, las olas suaves la golpean y retroceden, pues ella es una muralla
compacta.
Se sumerge de nuevo, de
nuevo bebe, más agua, ahora sin ansiedad, pues no precisa más. Ella es la
amante que sabe que lo tendrá todo, otra vez. El sol se abre más y la eriza, al
secarla, ella se sumerge de nuevo; está cada vez menos ansiosa y menos aguda.
Ahora sabe lo que quiere. Quiere quedar de pie, parada en el mar. Así queda,
pues. Como contra los costados de un navío, el agua bate, vuelve, bate. La
mujer no recibe transmisiones. No precisa comunicación.
Después camina dentro del
agua, de regreso a la playa. No está caminando sobre las aguas —ah, nunca haría
eso después de que hace miles de años ya alguien caminara sobre las aguas—,
pero nadie le puede quitar eso: caminar dentro de las aguas. A veces el mar le
opone resistencia, empujándola con fuerza hacia atrás, pero entonces la proa de
la mujer avanza un poco más dura y áspera.
Y ahora pisa en la arena.
Sabe que está brillante de agua, y de sal, y de sol. Aunque lo olvide dentro de
unos minutos, nunca podrá perder todo eso. Y sabe de algún modo oscuro que sus
cabellos escurridos son de náufrago. Porque sabe que ha corrido un riesgo.
Un riesgo tan antiguo como
el ser humano.
MEJOR QUE ARDER
Era alta, fuerte, con
mucho cabello. La madre Clara tenía bozo oscuro y ojos profundos, negros.
Había entrado en el
convento por imposición de la familia: querían verla amparada en el seno de
Dios. Obedeció.
Cumplía sus obligaciones
sin reclamar. Las obligaciones eran muchas. Y estaban los rezos. Rezaba con
fervor.
Y se confesaba todos los
días. Todos los días recibía la hostia blanca que se deshacía en la boca.
Pero empezó a cansarse de
vivir sólo entre mujeres. Mujeres, mujeres, mujeres. Escogió a una amiga como
confidente. Le dijo que no aguantaba más. La amiga le aconsejó:
-Mortifica el cuerpo.
Comenzó a dormir en la
losa fría. Y se fustigaba con el cilicio. De nada servía. Le daban fuertes gripas, quedaba toda
arañada.
Se confesó con el padre.
Él le mandó que siguiera mortificándose. Ella continuó.
Pero a la hora en que el
padre le tocaba la boca para darle la hostia se tenía que controlar para no
morder la mano del padre. Éste percibía, pero nada decía. Había entre ambos un
pacto mudo. Ambos se mortificaban.
No podía ver más el cuerpo
casi desnudo de Cristo.
La madre Clara era hija de
portugueses y, secretamente, se rasuraba las piernas velludas. Si supieran, ay
de ella. Le contó al padre. Se quedó pálido. Imaginó que sus piernas debían ser
fuertes, bien torneadas.
Un día, a la hora de
almuerzo, empezó a llorar. No le explicó la razón a nadie. Ni ella sabía por
qué lloraba.
Y de ahí en adelante vivía
llorando. A pesar de comer poco, engordaba. Y tenía ojeras moradas. Su voz,
cuando cantaba en la iglesia, era de contralto.
Hasta que le dijo al padre
en el confesionario:
-¡No aguanto más, juro que
ya no aguanto más!
Él le dijo meditativo:
-Es mejor no casarse. Pero
es mejor casarse que arder.
Pidió una audiencia con la
superiora. La superiora la reprendió ferozmente. Pero la madre Clara se mantuvo
firme: quería salirse del convento, quería encontrar a un hombre, quería
casarse. La superiora le pidió que esperara un año más. Respondió que no podía,
que tenía que ser ya.
Arregló su pequeño
equipaje y salió. Se fue a vivir a un internado para señoritas.
Sus cabellos negros
crecían en abundancia. Y parecía etérea, soñadora. Pagaba la pensión con el
dinero que su familia le mandaba. La familia no se hacía el ánimo. Pero no
podían dejarla morir de hambre.
Ella misma se hacía sus
vestiditos de tela barata, en una máquina de coser que una joven del internado
le prestaba. Los vestidos los usaba de manga larga, sin escote, debajo de la
rodilla.
Y nada sucedía. Rezaba
mucho para que algo bueno le sucediera. En forma de hombre.
Y sucedió realmente.
Fue a un bar a comprar una
botella de agua. El dueño era un guapo portugués a quien le encantaron los
modales discretos de Clara. No quiso que ella pagara el agua. Ella se sonrojó.
Pero volvió al día
siguiente para comprar cocada. Tampoco pagó. El portugués, cuyo nombre era
Antonio, se armó de valor y la invitó a ir al cine con él. Ella se rehusó.
Al día siguiente volvió
para tomar un cafecito. Antonio le prometió que no la tocaría si iban al cine
juntos. Aceptó.
Fueron a ver una película
y no pusieron la más mínima atención. Durante la película estaban tomados de la
mano.
Empezaron a encontrarse
para dar largos paseos. Ella con sus cabellos negros. Él, de traje y corbata.
Entonces una noche él le
dijo:
-Soy rico, el bar deja
bastante dinero para podernos casar ¿Quieres?
-Sí -le respondió grave.
Se casaron por la iglesia
y por lo civil. En la iglesia el que los casó fue el padre, quien le había
dicho que era mejor casarse que arder. Pasaron la luna de miel en Lisboa.
Antonio dejó el bar en manos del hermano.
Ella regresó embarazada,
satisfecha y alegre.
Tuvieron cuatro hijos,
todos hombres, todos con mucho cabello.
SILENCIO
Es tan vasto el silencio
de la noche en la montaña. Y tan despoblado. En vano uno intenta trabajar para
no oírlo, pensar rápidamente para disimularlo. O inventar un programa, frágil
punto que mal nos une al súbitamente improbable día de mañana. Cómo superar esa
paz que nos acecha. Silencio tan grande que la desesperación tiene vergüenza.
Montañas tan altas que la
desesperación tiene vergüenza. Los oídos se afilan, la cabeza se inclina, el
cuerpo todo escucha: ningún rumor. Ningún gallo. Cómo estar al alcance de esa
profunda meditación del silencio. De ese silencio sin memoria de palabras. Si
es muerte, cómo alcanzarla.
Es un silencio que no
duerme: es insomne; inmóvil, pero insomne; y sin fantasmas.
Es terrible: sin ningún
fantasma. Inútil querer probarlo con la posibilidad de una puerta que se abra
crujiendo, de una cortina que se abra y diga algo. Está vacío y sin promesas.
Si por lo menos se escuchara al viento. El viento es ira, la ira es vida. O
nieve. La nieve es muda pero deja rastro, lo emblanquece todo, los niños ríen,
los pasos resuenan y dejan huella. Hay una continuidad que es la vida. Pero
este silencio no deja señales. No se puede hablar del silencio como se habla de
la nieve. No se puede decir a nadie como se diría de la nieve: ¿oíste el
silencio de esta noche? El que lo escuchó, no lo dice.
La noche desciende con las
pequeñas alegrías de quien enciende lámparas, con el cansancio que tanto
justifica el día. Los niños de Berna se duermen, se cierran las últimas
puertas. Las calles brillan en las piedras del suelo y brillan ya vacías. Y al
final se apagan las luces más distantes.
Pero este primer silencio
todavía no es el silencio. Que espere, pues las hojas de los árboles todavía se
acomodarán mejor, algún paso tardío tal vez se oiga con esperanza por las
escaleras.
Pero hay un momento en que
del cuerpo descansado se eleva el espíritu atento, y de la tierra, la luna
alta. Entonces él, el silencio, aparece.
El corazón late al
reconocerlo.
Se puede pensar
rápidamente en el día que pasó. O en los amigos que pasaron y para siempre se
perdieron. Pero es inútil huir: el silencio está ahí. Aun el sufrimiento peor,
el de la amistad perdida, es sólo fuga. Pues si al principio el silencio parece
aguardar una respuesta —cómo ardemos por ser llamados a responder—, pronto se
descubre que de ti nada exige, quizás tan sólo tu silencio. Cuántas horas se
pierden en la oscuridad suponiendo que el silencio te juzga, como esperamos en
vano ser juzgados por Dios.
Surgen las
justificaciones, trágicas justificaciones forzadas, humildes disculpas hasta la
indignidad. Tan suave es para el ser humano mostrar al fin su indignidad y ser
perdonado con la justificación de que es un ser humano humillado de nacimiento.
Hasta que se descubre que
él ni siquiera quiere su indignidad. Él
es el silencio.
Puede intentar
engañársele, también. Se deja caer como por casualidad el libro de cabecera en
el suelo. Pero, horror, el libro cae dentro del silencio y se pierde en la muda
y quieta vorágine de éste. ¿Y si un pájaro enloquecido cantara? Esperanza
inútil. El canto apenas atravesaría como una leve flauta el silencio.
Entonces, si se tiene
valor, no se lucha más. Se entra en él, se va con él, nosotros los únicos
fantasmas de una noche en Berna. Que entre. Que no espere el resto de la
oscuridad delante de él, sólo él mismo. Será como si estuviéramos en un navío
tan descomunalmente grande que ignoráramos estar en un navío. Y éste navegara
tan largamente que ignoráramos que nos estamos moviendo. Más de eso, nadie
puede. Vivir en la orla de la muerte y de las estrellas es una vibración más
tensa de lo que las venas pueden soportar.
No hay, siquiera, un hijo
de astro y de mujer como intermediario piadoso. El corazón tiene que
presentarse frente a la nada sólito y sólito latir alto en las tinieblas. Sólo
se escucha en los oídos el propio corazón. Cuando éste se presenta
completamente desnudo, no es comunicación, es sumisión. Además, nosotros no
fuimos hechos sino para el pequeño silencio.
Si no se tiene valor, que
no se entre. Que se espere el resto de la oscuridad frente al silencio, sólo
los pies mojados por la espuma de algo que se expande dentro de nosotros.
Que se espere. Un
insoluble por otro. Uno al lado del otro, dos cosas que no se ven en la
oscuridad. Que se espere. No el fin del silencio, sino la ayuda bendita de un
tercer elemento, la luz de la aurora.
Después, nunca más se
olvida. Es inútil intentar huir a otra ciudad. Porque cuando menos se lo
espera, se lo puede reconocer de repente. Al atravesar la calle en medio de las
bocinas de los autos. Entre una carcajada fantasmagórica y otra. Después de una
palabra dicha. A veces, en el mismo corazón de la palabra. Los oídos se
asombran, la mirada se desvanece: helo ahí. Y desde entonces, él es fantasma.
VIDA AL NATURAL
Pues en el río había algo
como el fuego del hogar. Y cuando ella advirtió que, además del frío, llovía en
los árboles, no podía creer que tanto le fuese dado. Y el acuerdo del mundo con
aquello que ella ni siquiera sabía que precisaba como el pan. Llovía, llovía.
El fuego encendido guiñaba hacia ella y hacia él. Él, el hombre, se ocupaba de
aquello que ella ni siquiera agradecía; él atizaba el fuego, lo cual era su
deber de nacimiento. Y ella, que siempre estaba inquieta, haciendo cosas y
experimentando, curiosa, ella no se acordaba de atizar el fuego: no era su
papel, pues tenía a su hombre para eso. No siendo doncella, el hombre tenía que
cumplir su misión. Lo más que ella hacía era instigarlo, a veces: «Aquel leño
—decía—, aquél todavía no encendió». Y él, un instante antes de que ella
acabara la frase que lo advertía, él ya había notado el leño, era su hombre, ya
estaba atizando el leño. No le daba órdenes, porque era la mujer de un hombre
que perdería su estado, si ella le daba órdenes. La otra mano de él, libre,
está al alcance de ella. Ella lo sabe, y no la coge. Quiere la mano de él, sabe
que la quiere, y no la coge. Tiene exactamente lo que necesita: poder tener.
Ah, y decir que esto va a
acabar, que por sí mismo no puede durar. No, ella no se está refiriendo al
fuego, se refiere a lo que siente. Lo que siente nunca dura, lo que siente
siempre acaba, y puede no volver nunca. Se encarniza entonces sobre el momento,
se traga el fuego, y el fuego dulce arde, arde, flamea. Entonces, ella, que
sabe que todo va a acabar, coge la mano libre del hombre, y la enlaza con la
suya, ella dulce arde, arde, flamea.
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