ENTRE MARTE Y UNA MUJER
ASESINADA
Mis breves palabras de hoy tienen su origen en dos temas aparentemente disímiles.
El primero trata acerca de
las frecuentes noticias que reiteran el gran entusiasmo que parece existir por
colonizar, en un futuro no demasiado lejano, el planeta Marte. Ignoro cuántos
terrícolas se dedican a planificar este proyecto (posiblemente una minoría);
también ignoro sus verdaderos propósitos, aunque los supongo, ya que en toda
colonización hay un obvio afán de poder. Pero sobre todo, desconfío de los
propósitos de la moda marciana que se está tratando de imponer. ¿Tal vez es una
manera de desviar la atención pública de otros sucesos políticos o sociales
prioritarios? ¿Quizás se trata de justificar con variados argumentos, y en
época de crisis, los enormes presupuestos económicos necesarios para concretar
semejante aventura espacial con tono de epopeya de ciencia ficción o de
videojuego, mientras las diferencias sociales aumentan en nuestro injusto y
caótico mundo? En definitiva, se exaltan los avances casi míticos de nuestra
visionaria, triunfal y poco cuestionada tecnología siglo XXI, que nos conducirá
a llevar nuestra evolucionada civilización más allá del esquilmado planeta
Tierra, antes de que el deterioro que le hemos provocado con empecinada saña
sea irreversible.
El segundo tema inspirador
de mis breves palabras, no es ni civilizador ni triunfalista como el primero.
En una ciudad de la Argentina unos inclasificables forajidos drogan, violan de
diversas maneras, empalan y asesinan a una adolescente de 16 años. El brutal
suceso horroriza e indigna a una sociedad en la que sólo en 2015 fueron
asesinadas, por sus novios, maridos, amantes o simples violadores desconocidos
por las víctimas, nada menos que 235 mujeres de diversas edades, desde niñas
hasta ancianas. Es necesario aclarar que esta furia machista no es patrimonio
cultural argentino, pues estas agresiones son habituales en numerosos países de
todos los continentes. En España, por ejemplo, han sido asesinadas desde 2003
(primer año en el que se contabilizaron los crímenes) más de 800 mujeres,
mientras que en 2016 la cifra ya ronda las 40, y las denuncias por violencia
de género del primer trimestre llegan a superar las 36.000, un 13% más con
respecto al mismo período de 2015. Y no especifico con precisión estas cifras
porque proceden de distintas fuentes que suelen contradecirse, en muchos casos
para minimizar la cantidad de víctimas.
¿Qué sucede entonces entre
la conquista de Marte y cualquier mujer asesinada? ¿Cómo comprender nuestra
evidente evolución tecnológica coexistiendo con nuestra evidente involución
humanista? ¿Cuándo hemos perdido el rumbo del más elemental respeto por los
demás?
Todos nos vamos
construyendo influidos por la ética, la moral, la filosofía y las
circunstancias históricas de la sociedad a la que pertenecemos, al menos
durante nuestra formación básica, la más influyente. Después, algunos pueden elegir entre varios caminos; otros no. Incluso
la elección puede ser apropiada o inapropiada, pero considero que todos somos
el resultado de instintivas pulsiones vitales y complejas combinaciones
culturales y psicológicas que, en definitiva, conforman lo que consideramos
como sociedad. Y que la sociedad toda es tan responsable como lo es cada
individuo cuando se quiebra la imprescindible armonía entre lo racional y lo
emocional.
Concluyo que cualquier
hecho violento, físico o psicológico, dirigido hacia cualquier persona es,
siempre, un rotundo fracaso de toda la humanidad. Y que la indiferencia también
es violencia, una grave forma de violencia.
Entre Marte y una mujer
asesinada hay un enorme vacío existencial que tal vez ya no podamos resolver.
Los siguientes videos los he seleccionado porque pretenden modificar los comportamientos machistas mediante la educación. Pertenecen a la fundación española Balia y al sitio italiano fanpage.it.
Las fotos que siguen ilustran la multitudinaria marcha de protesta contra la violencia machista organizada en Buenos Aires y las principales ciudades argentinas, el miércoles 19 de octubre de 2016, bajo el lema “Ni una menos”.
Se propuso a las mujeres participantes que se vistieran de luto en homenaje a
las víctimas de feminicidios, que efectuaran un paro de actividades simbólico de
una hora de duración y que concurrieran a las manifestaciones de repudio sin
identificaciones políticas.
La marcha se organizó con el mismo lema, "Ni una menos", en diversos países latinoamericanos.
Las siguientes fotos corresponden a la manifestación de Lima (Perú).
Algunos carteles de la convocatoria.
La marcha se organizó con el mismo lema, "Ni una menos", en diversos países latinoamericanos.
Las siguientes fotos corresponden a la manifestación de Lima (Perú).
Algunos carteles de la convocatoria.
Los cuentos de hoy
pertenecen a Clarice Lispector (Ucrania, 1920 – Brasil, 1977), una de las más
valoradas escritoras brasileñas.
UNA ESPERANZA
En casa se ha posado una esperanza. No la clásica, la que
tantas veces se revela ilusoria, por mucho que así nos sostenga siempre. Sino
la otra, bien concreta y verde: el insecto.
Hubo un grito sofocado de uno de mis hijos:
— ¡Una esperanza! ¡Y justo encima de tu silla!
Emoción de él, además, que unía las dos esperanzas en una
sola, ya tiene edad para eso. Antes, mi asombro: la esperanza es algo secreto y
suele posarse directamente en mí, sin que nadie lo sepa, y no en una pared
encima de mi cabeza. Pequeño desorden: pero era indudable, allí estaba, y más
flaca y verde no podía ser.
— Pero si casi no tiene cuerpo —me quejé.
—Sólo tiene alma —explicó mi hijo; y como los hijos son
para nosotros una sorpresa, descubrí sorprendida que hablaba de las dos
esperanzas.
Por entre los cuadros de la pared, ella caminaba despacio
sobre las hilachas de las largas patas. Tres veces, obstinada, intentó salir
entre dos cuadros; tres veces tuvo que desandar el camino. Le costaba aprender.
—Es tontita —comentó el niño.
—De eso yo sé bastante —respondí, un poco trágica.
—Ahora busca otro camino. Mira cómo duda
—Ya lo sé, así es.
—Parece que las esperanzas no tienen ojos mamá. Se guían
con las antenas.
—Lo sé —continué
yo, cada vez más desdichada.
Nos quedamos mirando no sé cuánto tiempo. Vigilándola
como en Grecia o Roma se vigilaba el fuego del hogar para que no se apagase.
—Ha olvidado cómo se vuela, mamá, y cree que sólo puede
andar así, despacio.
Andaba realmente despacio; ¿estaría herida, tal vez? Ah,
no; si hubiese sido así, de un modo u otro perdería sangre, conmigo siempre ha
sido así.
Fue entonces cuando, presintiendo el mundo comible, de
detrás de un cuadro salió una araña. Más que una araña, parecía “la” araña. Caminando
por su tela invisible, parecía trasladarse blandamente por el aire. Quería la
esperanza. ¡Pero nosotros también la queríamos, vaya! Dios mío, la queríamos y
no para comérnosla. Mi hijo fue a buscar la escoba. Yo, sincera, confundida,
sin saber si no había llegado la segura hora de perder la esperanza, dije:
—Es que no se matan las arañas. Me han dicho que trae
mala suerte...
— ¡Pero esta va a matar a la esperanza! —respondió mi
hijo con ferocidad.
—Tengo que hablar con la empleada para que limpie detrás
de los cuadros —dije, sintiendo la frase descolocada y oyendo el cansancio cierto
que había en mi voz. Después fantaseé un poco sobre cómo sería de lacónica y misteriosa
con la empleada; tan sólo le diría: haga usted el favor de facilitar el camino
de la esperanza.
Muerta la araña, el niño inventó un juego de palabras con
nuestra esperanza y el insecto. Mi otro hijo, que estaba mirando la televisión,
lo oyó y se echó a reír de placer. No había duda: en casa se había posado la
esperanza en cuerpo y alma.
Pero qué bonito es el insecto: se posa más de lo que
vive, es un esqueletito verde y tiene una forma tan delicada que explica por
qué yo, que tengo la costumbre de agarrar las cosas, nunca he intentado agarrarla.
Por otra parte, una vez, ahora lo recuerdo, se me posó en
el brazo una esperanza mucho más pequeña que ésta. De tan leve que era no sentí
nada, sólo visualmente me di cuenta de su presencia. Permanecí absorta en la
delicadeza. Sin mover el brazo, pensé: “¿Y ahora? ¿Qué debo hacer?” En
realidad, no hice nada. Me quedé extremadamente quieta, como si me hubiese
brotado una flor. Después ya no recuerdo lo que pasó. Y creo que no pasó nada…
TANTA MANSEDUMBRE
Pues en la hora oscura,
tal vez la más oscura, en pleno día, ocurrió esa cosa que no quiero siquiera
intentar definir. En pleno día era noche, y esa cosa que no quiero todavía
definir es una luz tranquila dentro de mí, y la llamaría alegría, alegría
mansa. Estoy un poco desorientada como si me hubieran arrancado el corazón, y
en lugar de él estuviera ahora la súbita ausencia, una ausencia casi palpable
de lo que antes era un órgano bañado de oscuridad, de dolor. No estoy sintiendo
nada. Pero es lo contrario del sopor. Es un modo más leve y más silencioso de
existir.
Pero también estoy
inquieta. Yo estaba organizada para consolarme de la angustia y del dolor. Pero
cómo es que me arreglo con esa simple y tranquila alegría. Es que no estoy
acostumbrada a no necesitar de mi propio consuelo. La palabra consuelo me llegó
sin sentir, y no lo noté, y cuando fui a buscarla, ella se había transformado
ya en carne y espíritu, ya no existía más como pensamiento.
Voy entonces a la ventana,
está lloviendo mucho. Por hábito estoy buscando en la lluvia lo que en otro
momento me serviría de consuelo. Pero no tengo dolor que consolar.
Ah, lo sé. Ahora estoy
buscando en la lluvia una alegría tan grande que se torne aguda, y que me ponga
en contacto con una agudeza que se parezca a la agudeza del dolor. Pero es una
búsqueda inútil. Estoy frente a la ventana y sólo ocurre eso: veo con ojos
benéficos la lluvia, y la lluvia me ve de acuerdo conmigo. Ambas estamos
ocupadas en fluir. ¿Cuánto durará mi estado? Percibo que, con esta pregunta,
estoy palpando mi pulso para sentir dónde está el latir dolorido de antes. Y
veo que no está el latido de dolor.
Sólo eso: llueve y estoy
mirando la lluvia. Qué simplicidad. Nunca creí que el mundo y yo llegáramos a
este punto de acuerdo. La lluvia cae no porque me necesite, y yo la miro no
porque necesite de ella. Pero nosotras estamos tan juntas como el agua de
lluvia está ligada a la lluvia. Y no estoy agradeciendo nada. Si, después de
nacer, no hubiera tomado involuntaria y forzadamente el camino que tomé, yo
habría sido siempre lo que realmente estoy siendo: una campesina que está en un
campo donde llueve. Sin siquiera dar las gracias a Dios o a la naturaleza. La
lluvia tampoco da las gracias. No hay nada que agradecer por haberse
transformado en otra. Soy una mujer, soy una persona, soy una atención, soy un
cuerpo mirando por la ventana. Del mismo modo, la lluvia no está agradecida por
no ser una piedra. Ella es la lluvia. Tal vez sea eso lo que se podría llamar
estar vivo. No es más que esto, sólo esto: vivo. Y sólo vivo de una alegría
mansa.
DESVANECIMIENTO
No es que fuéramos amigos
desde hacía mucho tiempo. Nos conocimos sólo en el último año de la escuela.
Desde ese momento, estábamos juntos a cualquier hora. Hacía tanto tiempo que
los dos necesitábamos de un amigo que no había nada que no confiásemos el uno
al otro. Llegamos a un punto de amistad tal, que no podíamos guardarnos un
pensamiento: uno telefoneaba al otro, conveníamos enseguida una cita.
Después de la conversación
nos sentíamos tan contentos como si nos hubiésemos presentado a nosotros
mismos. Ese estado de comunicación continua llegó a tal exaltación que el día
en que nada teníamos que contarnos, buscábamos con aflicción un tema. Sólo que
el tema tenía que ser grave, pues con cualquiera no podría ejercitarse la
vehemencia de una sinceridad experimentada por primera vez.
Ya en ese tiempo
aparecieron las primeras señales de perturbación entre nosotros. A veces uno
telefoneaba, nos encontrábamos y no teníamos nada que decirnos. Éramos muy
jóvenes y no sabíamos quedarnos callados. Al principio, cuando empezó a faltar
tema, intentamos hablar de la gente. Pero bien sabíamos que ya estábamos
adulterando el núcleo de la amistad. Intentar hablar de nuestras respectivas
novias también estaba fuera de cuestión, pues un hombre no habla de sus amores.
Tratamos de permanecer callados, pero nos inquietábamos, después de separarnos.
Mi soledad, al regreso de
esos encuentros, era grande y árida. Llegué a leer libros sólo para poder
hablar de ellos. Pero una amistad sincera quería la sinceridad más pura.
En busca de ésta, comencé
a sentirme vacío. Nuestros encuentros eran cada vez más decepcionantes. Mi
sincera pobreza se revelaba lentamente. También él, yo lo sabía, llegaba al
límite de sí mismo.
Fue cuando, habiéndose mi
familia mudado a Sao Paulo, y viviendo él solo, pues su familia era de Piauí,
lo convidé a vivir en nuestro apartamento, que quedaba bajo mi cuidado. Qué
agitación en el alma. Radiantes, arrastrábamos nuestros libros y discos,
preparábamos un ambiente perfecto para la amistad. Cuando todo estuvo listo,
nos encontramos dentro de la casa, con los brazos caídos, mudos, llenos sólo de
amistad.
Queríamos tanto salvarnos
uno al otro. La amistad es materia de salvación.
Pero todos los problemas
ya habían sido tocados, todas las posibilidades estudiadas.
Teníamos sólo esa cosa que
habíamos buscado sedientos hasta entonces, y al fin encontrado: una amistad
sincera. Único modo, lo sabíamos, y con qué amargura lo sabíamos, de salir de
la soledad que un espíritu tiene en el cuerpo.
Pero qué sintética se nos
revelaba la amistad. Como si quisiéramos esparcir en un largo discurso una
verdad que una palabra agotaría. Nuestra amistad era tan insoluble como la suma
de dos números: inútil intentar desenvolver por más de un instante la certeza
de que dos y tres son cinco.
Intentamos organizar
algunas fiestas en el apartamento, pero no sólo los vecinos protestaron, sino
que además, no sirvió de nada.
Si al menos hubiéramos
podido hacernos favores el uno al otro. Pero no había oportunidad, ni creíamos
en una amistad que necesitara pruebas. Lo más que podíamos hacer era lo que
hacíamos: saber que éramos amigos. Lo que no alcanzaba para llenar los días,
sobre todo durante las largas vacaciones.
Comienza con esas
vacaciones la verdadera aflicción.
Él, a quien yo nada podía
dar, salvo mi sinceridad, él pasó a ser una acusación de mi pobreza. Además, la
soledad de uno al lado del otro, escuchando música o leyendo, era mucho mayor
que cuando estábamos solos. Y más que mayor, incómoda. No había paz.
Cada uno se iba para su
cuarto, con alivio de no tener que mirarnos.
Es verdad que hubo una
pausa en el curso de los acontecimientos, una tregua que nos dio más esperanzas
de las que en realidad había. Fue cuando mi amigo tuvo un pequeño problema con
la Prefectura. No era grave, pero lo exageramos para usarlo mejor.
Porque entonces ya
habíamos caído en la facilidad de hacernos favores. Recorrí entusiasmado los
despachos de los conocidos de mi familia buscando enchufes para mi amigo. Y
cuando comenzó la etapa de sellar papeles, corrí por toda la ciudad: puedo
decir en conciencia que no hubo firma reconocida que no pasara por mi mano.
En esa época nos
encontrábamos a la noche en casa, exhaustos y animados: nos contábamos las
hazañas del día, planeábamos los ataques siguientes. No profundizábamos mucho
en lo que estaba ocurriendo, bastaba con que todo tuviera el sello de la
amistad.
Me pareció comprender por
qué los novios se presentían, por qué el marido intenta dar comodidades a la
esposa, y ésta le prepara afanada el alimento, por qué la madre exagera los
cuidados del hijo. Fue entonces, cuando, con algún sacrificio, le regalé un
pequeño broche de oro a la que hoy es mi esposa. Sólo mucho después iba a
comprender que estar también es dar.
Concluida la cuestión con
la Prefectura —todo sea dicho, con victoria nuestra—, continuamos uno al lado
del otro, sin encontrar aquella palabra que cediera el alma.
¿Cediera el alma? Pero, a
fin de cuentas, ¿quién quería ceder el alma? ¡Dónde vamos a parar!
Pero, al fin, ¿qué
queríamos? Nada. Estábamos fatigados, desilusionados.
Con el pretexto de las
vacaciones de mi familia, nos separamos. Además, él también iba a Piauí. Un
apretón de manos conmovido fue nuestro adiós en el aeropuerto. Sabíamos que no
nos íbamos a ver más, salvo por azar. Sabíamos más: que no queríamos volver a
vernos. Y sabíamos también que éramos amigos. Amigos sinceros.
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