LAS BREVES PALABRAS XXXVI




ENTRE MARTE Y UNA MUJER ASESINADA


Mis breves palabras de hoy tienen su origen en dos temas aparentemente disímiles.

El primero trata acerca de las frecuentes noticias que reiteran el gran entusiasmo que parece existir por colonizar, en un futuro no demasiado lejano, el planeta Marte. Ignoro cuántos terrícolas se dedican a planificar este proyecto (posiblemente una minoría); también ignoro sus verdaderos propósitos, aunque los supongo, ya que en toda colonización hay un obvio afán de poder. Pero sobre todo, desconfío de los propósitos de la moda marciana que se está tratando de imponer. ¿Tal vez es una manera de desviar la atención pública de otros sucesos políticos o sociales prioritarios? ¿Quizás se trata de justificar con variados argumentos, y en época de crisis, los enormes presupuestos económicos necesarios para concretar semejante aventura espacial con tono de epopeya de ciencia ficción o de videojuego, mientras las diferencias sociales aumentan en nuestro injusto y caótico mundo? En definitiva, se exaltan los avances casi míticos de nuestra visionaria, triunfal y poco cuestionada tecnología siglo XXI, que nos conducirá a llevar nuestra evolucionada civilización más allá del esquilmado planeta Tierra, antes de que el deterioro que le hemos provocado con empecinada saña sea irreversible.

El segundo tema inspirador de mis breves palabras, no es ni civilizador ni triunfalista como el primero. En una ciudad de la Argentina unos inclasificables forajidos drogan, violan de diversas maneras, empalan y asesinan a una adolescente de 16 años. El brutal suceso horroriza e indigna a una sociedad en la que sólo en 2015 fueron asesinadas, por sus novios, maridos, amantes o simples violadores desconocidos por las víctimas, nada menos que 235 mujeres de diversas edades, desde niñas hasta ancianas. Es necesario aclarar que esta furia machista no es patrimonio cultural argentino, pues estas agresiones son habituales en numerosos países de todos los continentes. En España, por ejemplo, han sido asesinadas desde 2003 (primer año en el que se contabilizaron los crímenes) más de 800 mujeres, mientras que en 2016 la cifra ya ronda las 40, y las denuncias por violencia de género del primer trimestre llegan a superar las 36.000, un 13% más con respecto al mismo período de 2015. Y no especifico con precisión estas cifras porque proceden de distintas fuentes que suelen contradecirse, en muchos casos para minimizar la cantidad de víctimas.

¿Qué sucede entonces entre la conquista de Marte y cualquier mujer asesinada? ¿Cómo comprender nuestra evidente evolución tecnológica coexistiendo con nuestra evidente involución humanista? ¿Cuándo hemos perdido el rumbo del más elemental respeto por los demás?

Todos nos vamos construyendo influidos por la ética, la moral, la filosofía y las circunstancias históricas de la sociedad a la que pertenecemos, al menos durante nuestra formación básica, la más influyente. Después, algunos pueden elegir entre varios caminos; otros no. Incluso la elección puede ser apropiada o inapropiada, pero considero que todos somos el resultado de instintivas pulsiones vitales y complejas combinaciones culturales y psicológicas que, en definitiva, conforman lo que consideramos como sociedad. Y que la sociedad toda es tan responsable como lo es cada individuo cuando se quiebra la imprescindible armonía entre lo racional y lo emocional.

Concluyo que cualquier hecho violento, físico o psicológico, dirigido hacia cualquier persona es, siempre, un rotundo fracaso de toda la humanidad. Y que la indiferencia también es violencia, una grave forma de violencia.

Entre Marte y una mujer asesinada hay un enorme vacío existencial que tal vez ya no podamos resolver.



Los siguientes videos los he seleccionado porque pretenden modificar los comportamientos machistas mediante la educación. Pertenecen a la fundación española Balia y al sitio italiano fanpage.it.










Las fotos que siguen ilustran la multitudinaria marcha de protesta contra la violencia machista organizada en Buenos Aires y las principales ciudades argentinas, el miércoles 19 de octubre de 2016, bajo el lema “Ni una menos”. 

Se propuso a las mujeres participantes que se vistieran de luto en homenaje a las víctimas de feminicidios, que efectuaran un paro de actividades simbólico de una hora de duración y que concurrieran a las manifestaciones de repudio sin identificaciones políticas.  








La marcha se organizó con el mismo lema, "Ni una menos", en diversos países latinoamericanos.

Las siguientes fotos corresponden a la manifestación de Lima (Perú).
 





Algunos carteles de la convocatoria.












Clarice Lispector


Los cuentos de hoy pertenecen a Clarice Lispector (Ucrania, 1920 – Brasil, 1977), una de las más valoradas escritoras brasileñas.   


 
UNA ESPERANZA


En casa se ha posado una esperanza. No la clásica, la que tantas veces se revela ilusoria, por mucho que así nos sostenga siempre. Sino la otra, bien concreta y verde: el insecto.

Hubo un grito sofocado de uno de mis hijos:
— ¡Una esperanza! ¡Y justo encima de tu silla!

Emoción de él, además, que unía las dos esperanzas en una sola, ya tiene edad para eso. Antes, mi asombro: la esperanza es algo secreto y suele posarse directamente en mí, sin que nadie lo sepa, y no en una pared encima de mi cabeza. Pequeño desorden: pero era indudable, allí estaba, y más flaca y verde no podía ser.

— Pero si casi no tiene cuerpo —me quejé.

—Sólo tiene alma —explicó mi hijo; y como los hijos son para nosotros una sorpresa, descubrí sorprendida que hablaba de las dos esperanzas.

Por entre los cuadros de la pared, ella caminaba despacio sobre las hilachas de las largas patas. Tres veces, obstinada, intentó salir entre dos cuadros; tres veces tuvo que desandar el camino. Le costaba aprender.

—Es tontita —comentó el niño.

—De eso yo sé bastante —respondí, un poco trágica.

—Ahora busca otro camino. Mira cómo duda

—Ya lo sé, así es.

—Parece que las esperanzas no tienen ojos mamá. Se guían con las antenas.

—Lo sé  —continué yo, cada vez más desdichada.

Nos quedamos mirando no sé cuánto tiempo. Vigilándola como en Grecia o Roma se vigilaba el fuego del hogar para que no se apagase.

—Ha olvidado cómo se vuela, mamá, y cree que sólo puede andar así, despacio.

Andaba realmente despacio; ¿estaría herida, tal vez? Ah, no; si hubiese sido así, de un modo u otro perdería sangre, conmigo siempre ha sido así.

Fue entonces cuando, presintiendo el mundo comible, de detrás de un cuadro salió una araña. Más que una araña, parecía “la” araña. Caminando por su tela invisible, parecía trasladarse blandamente por el aire. Quería la esperanza. ¡Pero nosotros también la queríamos, vaya! Dios mío, la queríamos y no para comérnosla. Mi hijo fue a buscar la escoba. Yo, sincera, confundida, sin saber si no había llegado la segura hora de perder la esperanza, dije:

—Es que no se matan las arañas. Me han dicho que trae mala suerte...

— ¡Pero esta va a matar a la esperanza! —respondió mi hijo con ferocidad.

—Tengo que hablar con la empleada para que limpie detrás de los cuadros —dije, sintiendo la frase descolocada y oyendo el cansancio cierto que había en mi voz. Después fantaseé un poco sobre cómo sería de lacónica y misteriosa con la empleada; tan sólo le diría: haga usted el favor de facilitar el camino de la esperanza.

Muerta la araña, el niño inventó un juego de palabras con nuestra esperanza y el insecto. Mi otro hijo, que estaba mirando la televisión, lo oyó y se echó a reír de placer. No había duda: en casa se había posado la esperanza en cuerpo y alma.

Pero qué bonito es el insecto: se posa más de lo que vive, es un esqueletito verde y tiene una forma tan delicada que explica por qué yo, que tengo la costumbre de agarrar las cosas, nunca he intentado agarrarla.

Por otra parte, una vez, ahora lo recuerdo, se me posó en el brazo una esperanza mucho más pequeña que ésta. De tan leve que era no sentí nada, sólo visualmente me di cuenta de su presencia. Permanecí absorta en la delicadeza. Sin mover el brazo, pensé: “¿Y ahora? ¿Qué debo hacer?” En realidad, no hice nada. Me quedé extremadamente quieta, como si me hubiese brotado una flor. Después ya no recuerdo lo que pasó. Y creo que no pasó nada…




TANTA MANSEDUMBRE


Pues en la hora oscura, tal vez la más oscura, en pleno día, ocurrió esa cosa que no quiero siquiera intentar definir. En pleno día era noche, y esa cosa que no quiero todavía definir es una luz tranquila dentro de mí, y la llamaría alegría, alegría mansa. Estoy un poco desorientada como si me hubieran arrancado el corazón, y en lugar de él estuviera ahora la súbita ausencia, una ausencia casi palpable de lo que antes era un órgano bañado de oscuridad, de dolor. No estoy sintiendo nada. Pero es lo contrario del sopor. Es un modo más leve y más silencioso de existir.

Pero también estoy inquieta. Yo estaba organizada para consolarme de la angustia y del dolor. Pero cómo es que me arreglo con esa simple y tranquila alegría. Es que no estoy acostumbrada a no necesitar de mi propio consuelo. La palabra consuelo me llegó sin sentir, y no lo noté, y cuando fui a buscarla, ella se había transformado ya en carne y espíritu, ya no existía más como pensamiento.

Voy entonces a la ventana, está lloviendo mucho. Por hábito estoy buscando en la lluvia lo que en otro momento me serviría de consuelo. Pero no tengo dolor que consolar.

Ah, lo sé. Ahora estoy buscando en la lluvia una alegría tan grande que se torne aguda, y que me ponga en contacto con una agudeza que se parezca a la agudeza del dolor. Pero es una búsqueda inútil. Estoy frente a la ventana y sólo ocurre eso: veo con ojos benéficos la lluvia, y la lluvia me ve de acuerdo conmigo. Ambas estamos ocupadas en fluir. ¿Cuánto durará mi estado? Percibo que, con esta pregunta, estoy palpando mi pulso para sentir dónde está el latir dolorido de antes. Y veo que no está el latido de dolor.

Sólo eso: llueve y estoy mirando la lluvia. Qué simplicidad. Nunca creí que el mundo y yo llegáramos a este punto de acuerdo. La lluvia cae no porque me necesite, y yo la miro no porque necesite de ella. Pero nosotras estamos tan juntas como el agua de lluvia está ligada a la lluvia. Y no estoy agradeciendo nada. Si, después de nacer, no hubiera tomado involuntaria y forzadamente el camino que tomé, yo habría sido siempre lo que realmente estoy siendo: una campesina que está en un campo donde llueve. Sin siquiera dar las gracias a Dios o a la naturaleza. La lluvia tampoco da las gracias. No hay nada que agradecer por haberse transformado en otra. Soy una mujer, soy una persona, soy una atención, soy un cuerpo mirando por la ventana. Del mismo modo, la lluvia no está agradecida por no ser una piedra. Ella es la lluvia. Tal vez sea eso lo que se podría llamar estar vivo. No es más que esto, sólo esto: vivo. Y sólo vivo de una alegría mansa.
 


DESVANECIMIENTO


No es que fuéramos amigos desde hacía mucho tiempo. Nos conocimos sólo en el último año de la escuela. Desde ese momento, estábamos juntos a cualquier hora. Hacía tanto tiempo que los dos necesitábamos de un amigo que no había nada que no confiásemos el uno al otro. Llegamos a un punto de amistad tal, que no podíamos guardarnos un pensamiento: uno telefoneaba al otro, conveníamos enseguida una cita.

Después de la conversación nos sentíamos tan contentos como si nos hubiésemos presentado a nosotros mismos. Ese estado de comunicación continua llegó a tal exaltación que el día en que nada teníamos que contarnos, buscábamos con aflicción un tema. Sólo que el tema tenía que ser grave, pues con cualquiera no podría ejercitarse la vehemencia de una sinceridad experimentada por primera vez.

Ya en ese tiempo aparecieron las primeras señales de perturbación entre nosotros. A veces uno telefoneaba, nos encontrábamos y no teníamos nada que decirnos. Éramos muy jóvenes y no sabíamos quedarnos callados. Al principio, cuando empezó a faltar tema, intentamos hablar de la gente. Pero bien sabíamos que ya estábamos adulterando el núcleo de la amistad. Intentar hablar de nuestras respectivas novias también estaba fuera de cuestión, pues un hombre no habla de sus amores. Tratamos de permanecer callados, pero nos inquietábamos, después de separarnos.

Mi soledad, al regreso de esos encuentros, era grande y árida. Llegué a leer libros sólo para poder hablar de ellos. Pero una amistad sincera quería la sinceridad más pura.

En busca de ésta, comencé a sentirme vacío. Nuestros encuentros eran cada vez más decepcionantes. Mi sincera pobreza se revelaba lentamente. También él, yo lo sabía, llegaba al límite de sí mismo.

Fue cuando, habiéndose mi familia mudado a Sao Paulo, y viviendo él solo, pues su familia era de Piauí, lo convidé a vivir en nuestro apartamento, que quedaba bajo mi cuidado. Qué agitación en el alma. Radiantes, arrastrábamos nuestros libros y discos, preparábamos un ambiente perfecto para la amistad. Cuando todo estuvo listo, nos encontramos dentro de la casa, con los brazos caídos, mudos, llenos sólo de amistad.

Queríamos tanto salvarnos uno al otro. La amistad es materia de salvación.

Pero todos los problemas ya habían sido tocados, todas las posibilidades estudiadas.

Teníamos sólo esa cosa que habíamos buscado sedientos hasta entonces, y al fin encontrado: una amistad sincera. Único modo, lo sabíamos, y con qué amargura lo sabíamos, de salir de la soledad que un espíritu tiene en el cuerpo.

Pero qué sintética se nos revelaba la amistad. Como si quisiéramos esparcir en un largo discurso una verdad que una palabra agotaría. Nuestra amistad era tan insoluble como la suma de dos números: inútil intentar desenvolver por más de un instante la certeza de que dos y tres son cinco.

Intentamos organizar algunas fiestas en el apartamento, pero no sólo los vecinos protestaron, sino que además, no sirvió de nada.

Si al menos hubiéramos podido hacernos favores el uno al otro. Pero no había oportunidad, ni creíamos en una amistad que necesitara pruebas. Lo más que podíamos hacer era lo que hacíamos: saber que éramos amigos. Lo que no alcanzaba para llenar los días, sobre todo durante las largas vacaciones.

Comienza con esas vacaciones la verdadera aflicción.

Él, a quien yo nada podía dar, salvo mi sinceridad, él pasó a ser una acusación de mi pobreza. Además, la soledad de uno al lado del otro, escuchando música o leyendo, era mucho mayor que cuando estábamos solos. Y más que mayor, incómoda. No había paz.

Cada uno se iba para su cuarto, con alivio de no tener que mirarnos.

Es verdad que hubo una pausa en el curso de los acontecimientos, una tregua que nos dio más esperanzas de las que en realidad había. Fue cuando mi amigo tuvo un pequeño problema con la Prefectura. No era grave, pero lo exageramos para usarlo mejor.

Porque entonces ya habíamos caído en la facilidad de hacernos favores. Recorrí entusiasmado los despachos de los conocidos de mi familia buscando enchufes para mi amigo. Y cuando comenzó la etapa de sellar papeles, corrí por toda la ciudad: puedo decir en conciencia que no hubo firma reconocida que no pasara por mi mano.

En esa época nos encontrábamos a la noche en casa, exhaustos y animados: nos contábamos las hazañas del día, planeábamos los ataques siguientes. No profundizábamos mucho en lo que estaba ocurriendo, bastaba con que todo tuviera el sello de la amistad.

Me pareció comprender por qué los novios se presentían, por qué el marido intenta dar comodidades a la esposa, y ésta le prepara afanada el alimento, por qué la madre exagera los cuidados del hijo. Fue entonces, cuando, con algún sacrificio, le regalé un pequeño broche de oro a la que hoy es mi esposa. Sólo mucho después iba a comprender que estar también es dar.

Concluida la cuestión con la Prefectura —todo sea dicho, con victoria nuestra—, continuamos uno al lado del otro, sin encontrar aquella palabra que cediera el alma.

¿Cediera el alma? Pero, a fin de cuentas, ¿quién quería ceder el alma? ¡Dónde vamos a parar!

Pero, al fin, ¿qué queríamos? Nada. Estábamos fatigados, desilusionados.

Con el pretexto de las vacaciones de mi familia, nos separamos. Además, él también iba a Piauí. Un apretón de manos conmovido fue nuestro adiós en el aeropuerto. Sabíamos que no nos íbamos a ver más, salvo por azar. Sabíamos más: que no queríamos volver a vernos. Y sabíamos también que éramos amigos. Amigos sinceros.





 

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