LOS RAROS
Se nace “raro” (o “rara”, obviamente)
sin saberlo, sin premeditación ni alevosía. Al contrario, los “normales” son
conscientes de su condición desde antes de asomarse al mundo, y la reafirman a
partir del primer instante en el que detectan la existencia de los “raros”. Es
que los “normales” responden, generación tras generación, a comportamientos
perfectamente razonables e inamovibles, acertados, probados e indiscutibles.
En oposición a tanta
sensatez, los “raros” se van construyendo a contracorriente de cualquier
modelo, a fuerza de sentir, intuir y experimentar, equivocarse y rectificar,
negándose a acatar lo establecido sin cuestionárselo para optar y poder decidir
a su manera. Y es precisamente este comportamiento anómalo lo que más irrita y
enfurece a los “normales”, que inmediatamente perciben a los “raros” como
peligrosos y deciden declararles una guerra unilateral para proteger sus tradicionales
e inefables valores.
Pero ¿cuáles son las
características que definen y clasifican a los “raros” como tales? ¿Cómo se los
identifica? Pues bien, la lista de indicios puede ser casi infinita, variar y
contradecirse según la época, el lugar, las costumbres y morales al uso.
Se puede ser “raro” por
nimiedades tales como el color de la piel, la abundancia o carencia de pelos,
el tono más grave o agudo de la voz, la estatura, la vestimenta o cualquier otro rasgo
exterior que no se corresponda con lo establecido por las normas de los
“normales”.
El rechazo aumenta cuando
los “raros” dan señales de pensar, analizar, cuestionar, criticar, elegir y
proponer otras maneras de sentir y vivir. Todo se complica hasta lo
insoportable desde el preciso momento en que cualquier “raro” no cumple con las
premisas que, por naturaleza, le corresponden por razón de su edad, sexo y
condición social.
La situación puede
agravarse aún más si los “raros” en cuestión son especialmente inteligentes,
sensibles y delicados y, además, discretos, tímidos, pacíficos y empecinados en seguir su camino
sin entender de razones. Entonces, los “normales” se tornan agresivos y pueden
llegar a la violencia cuando los pensamientos rebeldes de los “raros” se
transforman en hechos, en comportamientos, en opciones posibles que podrían
modificar lo establecido desde siempre y provocar la inestabilidad y el caos en
el mundo de los “normales”. De inmediato, el descrédito, la desconfianza, la
maledicencia, el desprecio, la violencia física y verbal y la descalificación
sin atenuantes caerán sobre el “raro” o la “rara”, en fin, sobre los “raros”
que amenazan el orden, la moral, las costumbres y las tradiciones de la mayoría
de “normales”, dispuestos a erradicar toda rareza no establecida en su
ancestral catálogo de comportamientos y conductas de probada legitimidad.
Por todo lo explicado, se
deduce que los “raros” se ven obligados a enfrentarse a situaciones poco
agradables y en muchos casos extremas, mientras que los “normales” son “normales”
y punto. Claro que las situaciones poco agradables fortalecen y enriquecen a
los “raros” que, si son capaces de superar el maltrato físico y sobre todo
psicológico con que los “normales” tratan de reconducirlos, avanzarán por su
destino sin que nada ni nadie sea capaz de detenerlos o impedirles el logro de
sus objetivos.
En la Prehistoria,
seguramente, se eliminaba a los “raros” de un contundente y certero garrotazo
en la cabeza; en la antigüedad regida por principios básicamente religiosos un
buen corte de cabeza, una lenta y esmerada crucifixión, un aleccionador
empalamiento o una hoguera depuradora evitaban de manera drástica la
proliferación de “raras”, “raros” y “raritos”.
En estas épocas, en las
que la ciencia y la tecnología presiden el panteón de los dioses, en países
remotos de nombres ignotos suele matarse a los “raros” albinos para
desmembrarlos y utilizar sus pedazos a modo de talismanes protectores. También,
a veces, en otros países tan remotos como los anteriores se sacrifica a
pedradas a las mujeres “raras” que no respetan las normas impuestas por los
hombres. Y en cualquier otro sitio recóndito del planeta, se alecciona con la
muerte a todos aquellos que se atreven a amar a quién, cómo y cuándo no lo
indica el decálogo moral pertinente.
Pero hay un método muy
actual e incruento de combatir la rareza que consiste en transformarla en moda,
cuanto más masiva mejor, cuanto más efímera mejor, para así vaciarla de
significado, neutralizar su posible rebeldía y condenarla al olvido.
En fin, que ser “raro”
tiene sus contraindicaciones, pero ser “normal” por herencia y sin ganas debe
ser insoportable. Además, he observado que muchos “normales” insatisfechos, de
improviso, comienzan a acumular kilos, la piel se les torna de un
característico tono levemente verdoso, al tiempo que una tristeza irreparable
se les instala en la mirada. Observe a su alrededor, seguramente los
reconocerá. Por supuesto que también hay gordos felices y “raros”, muy “raros”.
Y flacas totalmente descarriadas. Por suerte.
Silvina Ocampo
El cuento de hoy es,
también, de la escritora argentina Silvina Ocampo (1903-1993).
EL VESTIDO DE TERCIOPELO
Sudando, secándonos la frente con pañuelos, que
humedecimos en la fuente de la Recoleta, llegamos a esa casa, con jardín, de la
calle Ayacucho. ¡Qué risa!
Subimos en el ascensor al cuarto piso. Yo estaba malhumorada porque no
quería salir, pues mi vestido estaba sucio y pensaba dedicar la tarde a lavar y
a planchar la colcha de mi camita. Tocamos el timbre: nos abrieron la puerta y
entramos, Casilda y yo, en la casa, con el paquete. Casilda es modista. Vivimos
en Burzaco y nuestros viajes a la capital la enferman, sobre todo cuando
tenemos que ir al barrio norte, que queda tan a trasmano. De inmediato, Casilda
pidió un vaso de agua a la sirvienta para tomar la aspirina que llevaba en el
monedero. La aspirina cayó al suelo con vaso y monedero. ¡Qué risa!
Subimos una escalera alfombrada (olía a naftalina) precedidas por la
sirvienta, que nos hizo pasar al dormitorio de la señora Cornelia Catalpina,
cuyo nombre fue un martirio para mi memoria. El dormitorio era todo rojo, con
cortinajes blancos, y había espejos con marcos dorados. Durante un siglo
esperamos que la señora llegara del cuarto contiguo, donde la oíamos hacer
gárgaras y discutir con voces diferentes. Entró su perfume y, después de unos
instantes, ella con otro perfume. Quejándose, nos saludó:
– ¡Qué suerte tienen ustedes de vivir en las afueras de Buenos Aires! Allí
no hay hollín, por lo menos. Habrá perros rabiosos y quema de basuras... Miren
la colcha de mi cama. ¿Ustedes creen que es gris? No. Es blanca. Un ampo de
nieve. –Me tomó del mentón y agregó–: No te preocupan estas cosas. ¡Qué edad
feliz! Ocho años tienes, ¿verdad? –Y, dirigiéndose a Casilda, agregó–: ¿Por qué
no le coloca una piedra sobre la cabeza para que no crezca? De la edad de
nuestros hijos depende nuestra juventud.
Todo el mundo creía que mi amiga Casilda era mi mamá. ¡Qué risa!
–Señora, ¿quiere probarse? –dijo Casilda abriendo el paquete que estaba
prendido con alfileres. Me ordenó- : Alcanza de mi cartera los alfileres.
– ¡Probarse! ¡Es mi tortura! ¡Si alguien se probara los vestidos por mí,
qué feliz sería! Me cansa tanto.
La señora se desvistió y Casilda trató de ponerle el vestido de terciopelo.
– ¿Para cuándo el viaje, señora? –le dijo para distraerla.
La señora no podía contestar. El vestido no pasaba por sus hombros: algo lo
detenía en el cuello. ¡Qué risa!
–El terciopelo se pega mucho, señora, y hoy hace calor. Pongámosle un
poquito de talco.
–Sáquemelo, que me asfixio –exclamó la señora. Casilda le quitó el vestido
y la señora se sentó sobre el sillón, a punto de desvanecerse.
– ¿Para cuándo será el viaje, señora? –volvió a preguntar Casilda para
distraerla.
–Me iré en cualquier momento. Hoy día, con los aviones, uno se va cuando
quiere. El vestido tendrá que estar listo. Pensar que allí hay nieve. Todo es
blanco, limpio y brillante.
–Se va a París, ¿no?
–Iré también a Italia.
– ¿Vuelve a probarse el vestido, señora? En seguida terminamos.
La señora asintió dando un suspiro.
–Levante los dos brazos para que le pasemos primero las dos mangas –dijo
Casilda tomando el vestido y poniéndoselo de nuevo.
Durante algunos segundos, Casilda trató inútilmente de bajar la falda, para
que resbalara sobre las caderas de la señora. Yo la ayudaba lo mejor que podía.
Finalmente consiguió ponerle el vestido. Durante unos instantes, la señora
descansó extenuada, sobre el sillón; luego se puso de pie para mirarse en el
espejo. ¡El vestido era precioso y complicado! Un dragón bordado de lentejuelas
negras brillaba sobre el lado izquierdo de la bata. Casilda se arrodilló,
mirándola en el espejo, y le redondeó el ruedo de la falda. Luego se puso de
pie y comenzó a colocar alfileres en los dobleces de la bata, en el cuello, en
las mangas. Yo tocaba el terciopelo: era áspero cuando pasaba la mano para un
lado y suave cuando la pasaba para el otro. El contacto de la felpa hacía
rechinar mis dientes. Los alfileres caían sobre el piso de madera y yo los
recogía religiosamente uno por uno. ¡Qué risa!
– ¡Qué vestido! Creo que no hay otro modelo tan precioso en todo Buenos
Aires –dijo Casilda, dejando caer un alfiler que tenía entre sus dientes–. ¿No
le agrada, señora?
–Muchísimo. El terciopelo es el género que más me gusta. Los géneros son
como las flores: uno tiene sus preferencias. Yo comparo el terciopelo a los
nardos.
– ¿Le gusta el nardo? Es tan triste –protestó Casilda.
–El nardo es mi flor preferida, y sin embargo me hace daño.
Cuando aspiro
su olor me descompongo. El terciopelo hace rechinar mis dientes, me eriza, como
me erizaban los guantes de hilo en la infancia y, sin embargo, para mí no hay
en el mundo otro género comparable. Sentir su suavidad en mi mano me atrae
aunque a veces me repugne. ¡Qué mujer está mejor vestida que aquella que se
viste de terciopelo negro! Ni un cuello de puntilla le hace falta, ni un collar
de perlas; todo estaría de más. El terciopelo se basta a sí mismo. Es suntuoso
y es sobrio.
Cuando terminó de hablar, la señora respiraba con dificultad. El dragón
también. Casilda tomó un diario que estaba sobre una mesa y la abanicó, pero la
señora la detuvo, pidiéndole que no le echara aire porque el aire le hacía
mal. ¡Qué risa!
En la calle oí gritos de los vendedores ambulantes. ¿Qué vendían? ¿Frutas,
helados, tal vez? El silbato del afilador y el tilín del barquillero recorrían
también la calle. No corrí a la ventana para curiosear, como otras veces. No
me cansaba de contemplar las pruebas de este vestido con un dragón de
lentejuelas. La señora volvió a ponerse de pie y se detuvo de nuevo frente al
espejo tambaleándose. El dragón de lentejuelas también tambaleó. El vestido ya no
tenía casi ningún defecto, sólo un imperceptible frunce debajo de los dos
brazos. Casilda volvió a tomar los alfileres para colocarlos peligrosamente en
aquellas arrugas de género sobrenatural, que sobraban.
–Cuando seas grande –me dijo la señora– te gustará llevar un vestido de
terciopelo, ¿no es cierto?
–Sí –respondí, y sentí que el terciopelo de ese vestido me estrangulaba el
cuello con manos enguantadas. ¡Qué risa!
–Ahora me quitaré el vestido –dijo la señora.
Casilda la ayudó a quitárselo tomándolo del ruedo de la falda con las dos
manos. Forcejeó inútilmente durante algunos segundos, hasta que volvió a
acomodarle el vestido.
–Tendré que dormir con él –dijo la señora frente al espejo, mirando su
rostro pálido y el dragón que temblaba sobre los latidos de su corazón–. Es
maravilloso el terciopelo, pero pesa. –Llevó la mano a la frente–. Es una
cárcel. ¿Cómo salir? Deberían hacerse vestidos de telas inmateriales, como el
aire, la luz o el agua.
–Yo le aconsejé la seda natural –protestó Casilda.
La señora cayó al suelo y el dragón se retorció. Casilda se inclinó sobre
su cuerpo hasta que el dragón quedó inmóvil. Acaricié de nuevo el terciopelo
que parecía un animal. Casilda dijo melancólicamente:
–Ha muerto. ¡Me costó tanto hacer este vestido! ¡Me costó tanto, tanto!
– ¡Qué risa!
.
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