LAS BREVES PALABRAS - XXXIII




LOS RAROS


Se nace “raro” (o “rara”, obviamente) sin saberlo, sin premeditación ni alevosía. Al contrario, los “normales” son conscientes de su condición desde antes de asomarse al mundo, y la reafirman a partir del primer instante en el que detectan la existencia de los “raros”. Es que los “normales” responden, generación tras generación, a comportamientos perfectamente razonables e inamovibles, acertados, probados e indiscutibles.

En oposición a tanta sensatez, los “raros” se van construyendo a contracorriente de cualquier modelo, a fuerza de sentir, intuir y experimentar, equivocarse y rectificar, negándose a acatar lo establecido sin cuestionárselo para optar y poder decidir a su manera. Y es precisamente este comportamiento anómalo lo que más irrita y enfurece a los “normales”, que inmediatamente perciben a los “raros” como peligrosos y deciden declararles una guerra unilateral para proteger sus tradicionales e inefables valores.

Pero ¿cuáles son las características que definen y clasifican a los “raros” como tales? ¿Cómo se los identifica? Pues bien, la lista de indicios puede ser casi infinita, variar y contradecirse según la época, el lugar, las costumbres y morales al uso.

Se puede ser “raro” por nimiedades tales como el color de la piel, la abundancia o carencia de pelos, el tono más grave o agudo de la voz,  la  estatura, la vestimenta o cualquier otro rasgo exterior que no se corresponda con lo establecido por las normas de los “normales”.

El rechazo aumenta cuando los “raros” dan señales de pensar, analizar, cuestionar, criticar, elegir y proponer otras maneras de sentir y vivir. Todo se complica hasta lo insoportable desde el preciso momento en que cualquier “raro” no cumple con las premisas que, por naturaleza, le corresponden por razón de su edad, sexo y condición social.

La situación puede agravarse aún más si los “raros” en cuestión son especialmente inteligentes, sensibles y delicados y, además, discretos, tímidos,  pacíficos y empecinados en seguir su camino sin entender de razones. Entonces, los “normales” se tornan agresivos y pueden llegar a la violencia cuando los pensamientos rebeldes de los “raros” se transforman en hechos, en comportamientos, en opciones posibles que podrían modificar lo establecido desde siempre y provocar la inestabilidad y el caos en el mundo de los “normales”. De inmediato, el descrédito, la desconfianza, la maledicencia, el desprecio, la violencia física y verbal y la descalificación sin atenuantes caerán sobre el “raro” o la “rara”, en fin, sobre los “raros” que amenazan el orden, la moral, las costumbres y las tradiciones de la mayoría de “normales”, dispuestos a erradicar toda rareza no establecida en su ancestral catálogo de comportamientos y conductas de probada legitimidad.

Por todo lo explicado, se deduce que los “raros” se ven obligados a enfrentarse a situaciones poco agradables y en muchos casos extremas, mientras que los “normales” son “normales” y punto. Claro que las situaciones poco agradables fortalecen y enriquecen a los “raros” que, si son capaces de superar el maltrato físico y sobre todo psicológico con que los “normales” tratan de reconducirlos, avanzarán por su destino sin que nada ni nadie sea capaz de detenerlos o impedirles el logro de sus objetivos.

En la Prehistoria, seguramente, se eliminaba a los “raros” de un contundente y certero garrotazo en la cabeza; en la antigüedad regida por principios básicamente religiosos un buen corte de cabeza, una lenta y esmerada crucifixión, un aleccionador empalamiento o una hoguera depuradora evitaban de manera drástica la proliferación de “raras”, “raros” y “raritos”.

En estas épocas, en las que la ciencia y la tecnología presiden el panteón de los dioses, en países remotos de nombres ignotos suele matarse a los “raros” albinos para desmembrarlos y utilizar sus pedazos a modo de talismanes protectores. También, a veces, en otros países tan remotos como los anteriores se sacrifica a pedradas a las mujeres “raras” que no respetan las normas impuestas por los hombres. Y en cualquier otro sitio recóndito del planeta, se alecciona con la muerte a todos aquellos que se atreven a amar a quién, cómo y cuándo no lo indica el decálogo moral pertinente.

Pero hay un método muy actual e incruento de combatir la rareza que consiste en transformarla en moda, cuanto más masiva mejor, cuanto más efímera mejor, para así vaciarla de significado, neutralizar su posible rebeldía y condenarla al olvido.  

En fin, que ser “raro” tiene sus contraindicaciones, pero ser “normal” por herencia y sin ganas debe ser insoportable. Además, he observado que muchos “normales” insatisfechos, de improviso, comienzan a acumular kilos, la piel se les torna de un característico tono levemente verdoso, al tiempo que una tristeza irreparable se les instala en la mirada. Observe a su alrededor, seguramente los reconocerá. Por supuesto que también hay gordos felices y “raros”, muy “raros”. Y flacas totalmente descarriadas. Por suerte. 







Silvina Ocampo

El cuento de hoy es, también, de la escritora argentina Silvina Ocampo (1903-1993).



EL VESTIDO DE TERCIOPELO


Sudando, secándonos la frente con pañuelos, que humedecimos en la fuente de la Recoleta, llegamos a esa casa, con jardín, de la calle Ayacucho. ¡Qué risa!

Subimos en el ascensor al cuarto piso. Yo estaba malhumorada porque no quería salir, pues mi vestido estaba sucio y pensaba dedicar la tarde a lavar y a planchar la colcha de mi camita. Tocamos el timbre: nos abrieron la puerta y entramos, Casilda y yo, en la casa, con el paquete. Casilda es modista. Vivimos en Burzaco y nuestros viajes a la capital la enferman, sobre todo cuando tenemos que ir al barrio norte, que queda tan a trasmano. De inmediato, Casilda pidió un vaso de agua a la sirvienta para tomar la aspirina que llevaba en el monedero. La aspirina cayó al suelo con vaso y monedero. ¡Qué risa!

Subimos una escalera alfombrada (olía a naftalina) precedidas por la sirvienta, que nos hizo pasar al dormitorio de la señora Cornelia Catalpina, cuyo nombre fue un martirio para mi memoria. El dormitorio era todo rojo, con cortinajes blancos, y había espejos con marcos dorados. Durante un siglo esperamos que la señora llegara del cuarto contiguo, donde la oíamos hacer gárgaras y discutir con voces diferentes. Entró su perfume y, después de unos instantes, ella con otro perfume. Quejándose, nos saludó:

– ¡Qué suerte tienen ustedes de vivir en las afueras de Buenos Aires! Allí no hay hollín, por lo menos. Habrá perros rabiosos y quema de basuras... Miren la colcha de mi cama. ¿Ustedes creen que es gris? No. Es blanca. Un ampo de nieve. –Me tomó del mentón y agregó–: No te preocupan estas cosas. ¡Qué edad feliz! Ocho años tienes, ¿verdad? –Y, dirigiéndose a Casilda, agregó–: ¿Por qué no le coloca una piedra sobre la cabeza para que no crezca? De la edad de nuestros hijos depende nuestra juventud.

Todo el mundo creía que mi amiga Casilda era mi mamá. ¡Qué risa!

–Señora, ¿quiere probarse? –dijo Casilda abriendo el paquete que estaba prendido con alfileres. Me ordenó- : Alcanza de mi cartera los alfileres.

– ¡Probarse! ¡Es mi tortura! ¡Si alguien se probara los vestidos por mí, qué feliz sería! Me cansa tanto.

La señora se desvistió y Casilda trató de ponerle el vestido de terciopelo.

– ¿Para cuándo el viaje, señora? –le dijo para distraerla.

La señora no podía contestar. El vestido no pasaba por sus hombros: algo lo detenía en el cuello. ¡Qué risa!

–El terciopelo se pega mucho, señora, y hoy hace calor. Pongámosle un poquito de talco.

–Sáquemelo, que me asfixio –exclamó la señora. Casilda le quitó el vestido y la señora se sentó sobre el sillón, a punto de desvanecerse.

– ¿Para cuándo será el viaje, señora? –volvió a preguntar Casilda para distraerla.

–Me iré en cualquier momento. Hoy día, con los aviones, uno se va cuando quiere. El vestido tendrá que estar listo. Pensar que allí hay nieve. Todo es blanco, limpio y brillante.

–Se va a París, ¿no?

–Iré también a Italia.

– ¿Vuelve a probarse el vestido, señora? En seguida terminamos.

La señora asintió dando un suspiro.

–Levante los dos brazos para que le pasemos primero las dos mangas –dijo Casilda tomando el vestido y poniéndoselo de nuevo.

Durante algunos segundos, Casilda trató inútilmente de bajar la falda, para que resbalara sobre las caderas de la señora. Yo la ayudaba lo mejor que podía. Finalmente consiguió ponerle el vestido. Durante unos instantes, la señora descansó extenuada, sobre el sillón; luego se puso de pie para mirarse en el espejo. ¡El vestido era precioso y complicado! Un dragón bordado de lentejuelas negras brillaba sobre el lado izquierdo de la bata. Casilda se arrodilló, mirándola en el espejo, y le redondeó el ruedo de la falda. Luego se puso de pie y comenzó a colocar alfileres en los dobleces de la bata, en el cuello, en las mangas. Yo tocaba el terciopelo: era áspero cuando pasaba la mano para un lado y suave cuando la pasaba para el otro. El contacto de la felpa hacía rechinar mis dientes. Los alfileres caían sobre el piso de madera y yo los recogía religiosamente uno por uno. ¡Qué risa!

– ¡Qué vestido! Creo que no hay otro modelo tan precioso en todo Buenos Aires –dijo Casilda, dejando caer un alfiler que tenía entre sus dientes–. ¿No le agrada, señora?

–Muchísimo. El terciopelo es el género que más me gusta. Los géneros son como las flores: uno tiene sus preferencias. Yo comparo el terciopelo a los nardos.

– ¿Le gusta el nardo? Es tan triste –protestó Casilda.

–El nardo es mi flor preferida, y sin embargo me hace daño.

Cuando aspiro su olor me descompongo. El terciopelo hace rechinar mis dientes, me eriza, como me erizaban los guantes de hilo en la infancia y, sin embargo, para mí no hay en el mundo otro género comparable. Sentir su suavidad en mi mano me atrae aunque a veces me repugne. ¡Qué mujer está mejor vestida que aquella que se viste de terciopelo negro! Ni un cuello de puntilla le hace falta, ni un collar de perlas; todo estaría de más. El terciopelo se basta a sí mismo. Es suntuoso y es sobrio.

Cuando terminó de hablar, la señora respiraba con dificultad. El dragón también. Casilda tomó un diario que estaba sobre una mesa y la abanicó, pero la señora la detuvo, pidiéndole que no le echara aire porque el aire le hacía mal. ¡Qué risa!

En la calle oí gritos de los vendedores ambulantes. ¿Qué vendían? ¿Frutas, helados, tal vez? El silbato del afilador y el tilín del barquillero recorrían también la calle. No corrí a la ventana para curiosear, como otras veces. No me cansaba de contemplar las pruebas de este vestido con un dragón de lentejuelas. La señora volvió a ponerse de pie y se detuvo de nuevo frente al espejo tambaleándose. El dragón de lentejuelas también tambaleó. El vestido ya no tenía casi ningún defecto, sólo un imperceptible frunce debajo de los dos brazos. Casilda volvió a tomar los alfileres para colocarlos peligrosamente en aquellas arrugas de género sobrenatural, que sobraban.

–Cuando seas grande –me dijo la señora– te gustará llevar un vestido de terciopelo, ¿no es cierto?

–Sí –respondí, y sentí que el terciopelo de ese vestido me estrangulaba el cuello con manos enguantadas. ¡Qué risa!

–Ahora me quitaré el vestido –dijo la señora.

Casilda la ayudó a quitárselo tomándolo del ruedo de la falda con las dos manos. Forcejeó inútilmente durante algunos segundos, hasta que volvió a acomodarle el vestido.

–Tendré que dormir con él –dijo la señora frente al espejo, mirando su rostro pálido y el dragón que temblaba sobre los latidos de su corazón–. Es maravilloso el terciopelo, pero pesa. –Llevó la mano a la frente–. Es una cárcel. ¿Cómo salir? Deberían hacerse vestidos de telas inmateriales, como el aire, la luz o el agua.

–Yo le aconsejé la seda natural –protestó Casilda.

La señora cayó al suelo y el dragón se retorció. Casilda se inclinó sobre su cuerpo hasta que el dragón quedó inmóvil. Acaricié de nuevo el terciopelo que parecía un animal. Casilda dijo melancólicamente:

–Ha muerto. ¡Me costó tanto hacer este vestido! ¡Me costó tanto, tanto!

– ¡Qué risa!




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